
En algún momento de El hombre duplicado, su protagonista, un verdadero “hombre sin atributos”, solitario, insatisfecho consigo mismo, desnortado y sumido en la depresión, se siente “como si estuviese disputando una partida de ajedrez” (pág. 358), y algo hay de ello en el juego magistral que articula esta novela, plenamente consciente, por otra parte, de su condición de tal. El propio Tertuliano Máximo Afonso, que así se llama el protagonista, se siente también personaje de novela, de una novela inverosímil “porque nadie creería semejante historia” (pág. 193): la historia del descubrimiento de un duplicado de sí mismo entre los actores secundarios de varias películas de la serie B, de las pesquisas que le conducen a identificar al correspondiente actor, Daniel Santa-Clara, nombre artístico de Antonio Claro, con el que entra finalmente en contacto, lo que cambia radicalmente el sentido de sus vidas y precipita un primer desenlace acorde con la idea de que es inhumana, y por lo tanto inviable, la existencia de dos seres humanos idénticos en un mismo mundo.
Como en La caverna, el novelista portugués arropa sus inquietudes ante la deshumanización alienadora que se cierne sobre nosotros volviendo la mirada hacia la cultura griega. El hombre duplicado se rige, en su impecable secuencia argumental, de los viejos recursos aristotélicos de la peripecia y la agnición, los bruscos cambios de rumbo y el reconociminto de identidades veladas, no en vano se considera aquí a Homero el padre de los novelistas occidentales (pág. 338). Y todo ello amparado en la evidencia de que la fantasía nunca supera a la evidencia de las cosas, o que, como se recuerda citando a Verne, “lo que llamamos hoy realidad fue imaginación ayer”. El mito platónico cede su lugar así al homérico de Casandra, encarnada en una de las tres espléndidas figuras femeninas de la novela, la madre de Tertuliano Máximo que le advierte que lo aparente de su relación con Antonio Claro no es lo real, sino un principio de destrucción, consejo que su hijo solo asumirá para actuar en el segundo e inopinado desenlace. Porque Saramago nos sorprende hasta el último momento, por más que con contínuos insertos metanarrativos, característicos de ese distanciamiento que por diversos medios gusta interponer entre él y sus personajes, nos lleve prácticamente de la mano. El hombre duplicado es todo un festival de tours de force novelísticos, en cuanto al planteamiento de la historia y su resolución en un discurso estilísticamente impecable en el que el diálogo, escueto y sustancioso, está perfectamente integrado en la narración, y los personajes del drama conviven con otro de índole alegórica, ni más ni menos que el Sentido Común. El equilibrio de todos los componentes es tal que el desenlace hace uso de aquel patrón de clepsidra que Forster admiraba en Thais, de A. France. Me refiero al quiasmo entre las dos parejas formadas por los “duplos absolutos”(pág. 35) masculinos y sus compañeras, María Paz y Helena, que se resuelve semánticamente con una rara y hermosa combinación de tragedia e idilio.
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