El principio filosófico más famoso de Protágoras alude al estatus del hombre enfrentado al mundo que lo rodea. Habitualmente se designa con la expresión Homo mensura («El hombre es la medida»), fórmula abreviada de la frase«El hombre es la medida de todas las cosas»), que traduce al latín la sentencia original en griego.
jueves, 2 de septiembre de 2021
TIPOS DE PINTURAS PARA FACHADAS EXTERIORES
lunes, 9 de agosto de 2021
El origen del hogar
Los arqueólogos llevan décadas estudiando el asentamiento prehistórico de Çatalhöyük, en Turquía. [JASON QUINLANL]
EN SÍNTESIS
El arraigo y el concepto de hogar nacieron en el Neolítico, con la agricultura y la sedentarización que esta trajo consigo.
En Çatalhöyük, uno de los poblados permanentes más antiguos, han salido a la luz numerosos indicios de la vida doméstica y urbana en sus orígenes.
Los vestigios hallados dentro de las viviendas no solo indican que eran un lugar de reposo, sino también taller de trabajo y recinto de culto a los antepasados.
Situada en el centro de Anatolia, la llanura de Konya destaca por ser una extensa meseta elevada en la que abundan las granjas pequeñas y los campos polvorientos, rodeada por cordilleras que proyectan sombras de tonalidad purpúrea. De noche, el visitante puede conducir hasta las colinas y ver las lejanas luces de la ciudad homónima, que brillan como un espejismo. La vista que se contempla desde ese lugar no ha cambiado gran cosa durante los últimos 9000 años; el horizonte iluminado le resultaría familiar incluso a un caminante del año 7000 a.C. Y es así porque la llanura es una de las cunas de la vida urbana.
Miles de años antes de que surgieran las ciudades mesopotámicas más al sur, prosperó en ese lugar la protociudad de Çatalhöyük (pronunciada «Cha-tal-ju-yuk»). Con una superficie cercana a las 13 hectáreas y una población cifrada en torno a 8000 personas, era la metrópolis de la época. Estuvo habitada sin interrupción casi dos mil años, antes de ser abandonada paulatinamente a partir del año 5000 a.C. Durante su apogeo, las hogueras de las numerosas fiestas celebradas debieron ser visibles desde la lejanía sobre las praderas.
A diferencia de otras ciudades posteriores, Çatalhöyük no poseía grandes monumentos ni mercado. Imagínesela como una docena de aldeas agrícolas que crecieron hasta quedar agregadas y formar lo que algunos investigadores han calificado como un «megaasentamiento». Los habitantes accedían a través de puertas abiertas en el techo a los millares de casas de adobe, adosadas unas a otras, deambulaban por las aceras que rodeaban los tejados de la ciudad y cultivaban pequeñas parcelas en los terrenos circundantes. Ya fuera ocupados en la reparación de las viviendas, en tejer o en fabricar útiles, o en cocinar o crear arte, las gentes de Çatalhöyük pasaban gran parte del día entre cuatro paredes, junto a las mismas plataformas que les servían como lecho o, durante los meses cálidos, subidas a los tejados.
No era lo que los arqueólogos esperaban hallar cuando a inicios de la década de 1960 iniciaron las excavaciones en el lugar. Por lo que sabían entonces de otras ciudades antiguas, esperaban sacar a la luz santuarios, mercados y tesoros de valor incalculable. Nada más lejos de la realidad, pues desenterraron restos de paredes decoradas, utensilios de cocina y objetos rituales asociados sin excepción a la domesticidad, más que a un centro de culto formal. El gran contraste entre lo esperado y lo hallado dejó desconcertados durante décadas a quienes investigaron en Çatalhöyük. Hizo falta una nueva clase de arqueólogos para averiguar qué significado tenía todo aquello y reconstruir cómo era realmente la vida en el momento en que los primeros humanos abandonaron el nomadismo para vivir como agricultores y habitantes urbanos, con un gran arraigo a su hogar.
La casa de Dido
La arqueóloga Ruth Tringham, de la Universidad de California en Berkeley, viajó en el año 2000 hasta Çatalhöyük para visitar una casa donde no había entrado la luz del sol en milenios. En el interior descubrió los restos de una mujer enterrada bajo la plataforma que servía de lecho. Tringham le puso el nombre de Dido y regresó los veranos siguientes con un equipo para excavar en su casa. El grupo analizó con meticulosidad las figurillas de animales y los huesos depositados entre las numerosas capas de yeso que recubrían las paredes.